Indudablemente, hay un antes y un después de 2015, año que marcó un punto de inflexión para la comunidad internacional en el propósito de enfrentar con resolución el cambio climático y sus estragos, mediante la descarbonización de la economía. Ese año tuvo lugar en París la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio climático (COP21), en el marco de la cual se suscribió un compromiso por parte de 197 presidentes y jefes de Estado, de avanzar en el cumplimiento de la exigente agenda acordada.
El Acuerdo de París se propuso “evitar que el incremento de la temperatura media global supere los 2º centígrados respecto a los niveles preindustriales y busca, además, promover esfuerzos adicionales que hagan posible que el calentamiento no supere los 1,5º”. No será fácil mantener a raya el calentamiento global, pues cada día que pasa el reto es mayor.
Es en este contexto en el que se viene dando la transición energética desde las energías de origen fósil hacia las fuentes no convencionales de energías renovables (Fncer) y limpias, con el propósito de reducir la huella de carbono. Claro está que dicha transición no se va a dar de la noche a la mañana y por ello se impone la necesidad de contar con una hoja de ruta para que Colombia cumpla con su compromiso de reducir sus emisiones de GEI en 51% hacia 2030.
Es una verdad de a puño que el transporte es el mayor consumidor de energía en el país, con 36% y 91% de esta está representado por el consumo de hidrocarburos. La misma dinámica de la economía va a llevar a una mayor demanda de transporte, concomitantemente con una mayor demanda de combustibles y de contera mayores emisiones de CO2 y material particulado.
Según el Instituto Nacional de Salud (INS), anualmente, en promedio fallecen en Colombia 15.600 personas por causas asociadas con la pésima calidad del aire, siendo los casos de Bogotá y Medellín los más críticos. Hemos llegado al punto que la contaminación del medio ambiente es considerada por la Organización Panamericana de Salud (OPS) como “determinante básico de la salud”.
De manera que, además de las emisiones de GEI a la atmósfera, las cuales contribuyen al cambio climático, la polución del medio ambiente tiene un alto costo en vidas, que es urgente frenar. El ideal sería contar con la movilidad eléctrica, pero, como lo sostiene la Agencia Internacional de Energía (AIE), “la movilidad eléctrica impulsada por energía renovable no podrá resolver esto por sí sola y se necesitarán combustibles de transporte renovables para cerrar la brecha entre los objetivos de reducción de emisiones de GEI y las emisiones reales proyectadas”.
Colombia se adelantó al Acuerdo de París y a los ODS, al hacer obligatoria las mezclas del etanol y el biodiésel a través de las leyes 693 de 2001, de mi autoría y 939 de 2004, estableciendo como incentivo para su implementación la exención de los impuestos que paga el consumidor final del combustible motor del porcentaje de la mezcla.
Según el análisis de ciclo de vida contratado por el BID y el Ministerio de Minas y Energía, el biodiésel de aceite de palma y el bioetanol de caña de azúcar reducen en 83% y 74% las emisiones de gases de efecto invernadero GEI, respectivamente. Se estima en 2,5 millones de toneladas de CO2 y 130 toneladas de material particulado, anualmente, la reducción de tales emisiones, gracias a las mezclas de los biocombustibles.
A los beneficios medioambientales y de salubridad, se vienen a sumar la mejora de la calidad y eficiencia de los combustibles, los que redundan en un mejor desempeño del motor, los biocombustibles contribuyen a la seguridad energética del país, dado que el porcentaje de la mezcla reduce el volumen de gasolina y diésel - motor consumido en 54.667 barriles/día, aproximadamente, limitando sus importaciones.
Por lo demás, como es bien sabido, las áreas sembradas de palma y caña de azúcar para producir la materia prima de los biocombustibles, han hecho posible la ampliación de la frontera agrícola, así como la generación de empleo formal (90.000, según Fedesarrollo) e ingresos en el campo colombiano.
Concluyo diciendo que la seguridad energética, la seguridad alimentaria y el medio ambiente están todos interconectados y tenemos que verlas como variables de una misma ecuación a resolver. Por ello, está fuera de lugar tratar de equiparar el precio de los biocombustibles con el precio de la gasolina y el diésel-motor, empezando porque mientras los primeros son producidos y conllevan un proceso de transformación y refinación, los segundos son sólo extraídos y refinados.
Es más, el precio que paga el consumidor final en la estación de servicio por la gasolina o el diésel no refleja el costo real de los mismos, ya que ellos tienen unos costos ocultos e implícitos que no se pagan cuando se tanquea el vehículo. Me refiero a lo que le cuesta al Estado o mejor a los contribuyentes el tratamiento de las enfermedades asociadas a la contaminación del medio ambiente: estamos hablando, según el DNP de $12,3 billones anuales (¡!). Una verdad que puede resultar incómoda es reconocer que de los precios de los combustibles de origen fósil, como se dice coloquialmente, se puede afirmar que lo barato sale caro!
En síntesis, tal como lo sostiene un reciente estudio del centro de estudios Cerrito Capital, “dentro del acervo de alternativas tecnológicas y de política con que cuenta el gobierno, un aumento de mezcla de biocombustibles es costo eficiente y es la política más veloz en implementación. Su celeridad y oportunidad hace que sea la medida prioritaria para acelerar la reducción de emisiones, tanto de material particulado como de GEI”. No me cabe duda, los biocombustibles son parte de la solución de cara a la transición energética y el cambio climático, amén de ser uno de los más firmes soportes e impulsores de la reactivación económica.
Artículo publicado originalmente en La República
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