Basta con hacer un breve recorrido por los sinuosos caminos de los medios de comunicación o por los infinitos senderos de las redes sociales, para observar atónitos y mudos de espanto, la enorme avalancha de crueles y absurdas informaciones a las que estamos expuestos cada día; informaciones que de inmediato logran aumentarnos las pulsaciones, llenarnos de angustias y de miedo y, de paso, hacernos sentir que todos tenemos serios problemas de presión y una aguda “desesperanza”.
Estas informaciones, en donde la crueldad, la discriminación, el dolor y las constantes injusticias se convierten en el espectáculo diario de nuestra sociedad, nos hacen pensar hasta dónde hemos llegado y qué mundo nos espera (¿?). Exponernos a los constantes y frenéticos bombardeos informativos de los noticieros, sin discernimiento ni criterio alguno, es equivalente a entrar en un campo minado sin protección, descalzo y con los ojos vendados.
La exposición incontenida a las informaciones de actualidad, que son más informaciones de la fatalidad no le hacen bien a nadie, y menos aún a un mundo que busca afanosamente y de manera desperada los mejores caminos para salir de la crisis. Sentir que “debo estar informado” a consta de mi tranquilidad, creo que es un mal negocio. La mala información y en exceso, no sólo enferma el cuerpo, daña el alma, sino que, además, quiebra la sonrisa y agota la esperanza.
Por lo tanto, nuestra responsabilidad es la de aprender a seleccionar información de calidad que, por supuesto, no niegue la realidad, pero que tampoco la manipule; que permita la diversificación de fuentes y valide el equilibrio de las voces y, aunque no coincida con nuestra opinión, exprese rigor, seriedad y, sobre todo, optimismo y esperanza.
Debemos aprender a ser selectivos con la información que hoy cuenta la historia sin entenderla. No podemos pensar, ilusamente, que todo aquel que aparezca en los medios o todo aquello que circule en las redes sociales es el “poseedor de la verdad”. Debemos aprender a dosificar y decantar la información. Ver más televisión no implica, necesariamente, ni entender más ni saber más de mundo. Lo que sí puede suponer, es más confusión, miedo y tristeza.
No quiero negar la importancia de la información, ni mucho menos; que no se me malinterprete. Quiero, justamente, animar a construir agendas informativas que griten menos y que enseñen más; que generen menos angustias y más valor. Exijamos menos insultos y más argumentos.
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