De la Amazonia a Asia:
inquietante historia de la caza y el tráfico de jaguares
El comercio internacional de partes de jaguar es una preocupación en varios países latinoamericanos. En Colombia, la Policía ha reportado un incremento en el tráfico de fauna, y es común hallar garras, pieles y colmillos de jaguar a la venta en ciertas partes del país, como sucedió hace unas semanas en Putumayo. Uno de los biólogos que más ha hecho seguimiento a este problema registró 92 jaguares cazados entre 2019 y 2021.
Por: Santiago Wills
A mediados de enero, en una vereda de Putumayo, dos hombres salieron a buscar madera y se toparon con dos cachorros de jaguar. Decidieron llevárselos, pero en el camino de regreso al pueblo la madre los atacó. Hirió a uno de los hombres en la mano izquierda y al otro le dejó una enorme cicatriz en forma de serpiente en la parte lateral del cráneo. En respuesta, la comunidad cazó a la felina.
El hecho carecería de mucho interés —cada semana, en Latinoamérica, hay ejemplos de cacerías por retaliación contra jaguares, pumas y otros felinos— de no ser por el trato que se le dio al cadáver. Algunas personas le quitaron la piel a la madre de los cachorros, le cortaron las patas delanteras —que luego posaron junto a la llave de una moto—, le extrajeron algunas garras y colmillos, y fritaron y devoraron parte de su carne. Más allá del hecho de comérsela —la carne sabe a lo que huelen las jaulas de leones, me dijo una persona que la probó hace años—, lo preocupante es el posible uso que se les dé a la piel, las garras y los colmillos.
Desde hace al menos cinco años, Panthera, WWF, Wildlife Conservation Society (WCS), Conservation International, la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN) y otras organizaciones no gubernamentales prendieron las alarmas sobre el tráfico de partes de jaguar hacia el mercado asiático. Según varios estudios en países como Bolivia, Brasil y Surinam, ciudadanos de origen chino envían ilegalmente a Asia colmillos, garras y una pasta grisácea hecha con cadáveres de jaguar (“Panthera onca”), el felino más grande de América. Todos estos productos se venden como reemplazo de las mismas partes o preparaciones del cada vez más escaso tigre (“Panthera tigris”). Los huesos del felino asiático, por ejemplo, son un ingrediente importante en la medicina tradicional china y sus colmillos y garras son símbolos de lujo y estatus en una subcultura llamada wenwan. De acuerdo con una investigación con agentes encubiertos de la ONG Earth League International, organizaciones criminales involucradas en tráfico de personas, lavado dinero y otros delitos están detrás del negocio de las partes de jaguar, cuyo valor en China puede ascender a miles de dólares.
En Colombia, entre 2020 y 2021, la Embajada de Estados Unidos, preocupada por lo que sucedía en otros países, hizo averiguaciones con las ONG, las Corporaciones Autónomas Regionales (CAR) y la Policía. Organizaciones como WWF y WCS no tenían mayor información sobre el tema. Por su parte, las entidades oficiales les dieron cifras tentativas, pues había muchas bases de datos sin actualizar ni cotejar. Según la información disponible, desde 2006 hasta 2021 se habían traficado 14 jaguares, una cifra más bien menor (entre 2013 y 2016, las autoridades en Bolivia incautaron 380 colmillos, correspondientes, en el mejor de los casos, a 95 jaguares). La investigación concluyó que hace falta información, pero que no se puede hablar de un comercio asociado a redes criminales como el que se expuso en Bolivia y otros países. Sin embargo, hechos recientes sugieren que en Colombia hay un comercio incipiente que se debe vigilar con atención.
Desde 2018, Olber Llanos recopila información sobre jaguares y otros felinos en Caquetá, Putumayo, Guaviare, Meta y Vaupés. Llanos, biólogo de la Universidad de la Amazonia oriundo de Solano, Caquetá, opera como una suerte de equipo de respuesta rápida para problemas entre humanos y felinos en el sur del país. A través de la organización Grupo de Estudio de Felinos de Caquetá, WhatsApp y redes de información que ha cultivado durante años, se entera de avistamientos, cacerías y ataques de felinos a gallinas, reses y humanos (entre 2019 y 2022, Llanos identificó la cacería de 92 jaguares). Cuando es posible —cuando logra recolectar el dinero para ello— trata de ir a los lugares donde ocurren esos ataques para disuadir a la comunidad de matar a los jaguares, pumas u ocelotes.
De acuerdo con Llanos, existe un tráfico de partes de jaguar y otros felinos que va desde el sur hacia las principales ciudades del país. Se comercializa la piel, los colmillos, los cráneos —que, al parecer, se venden para pintarlos como objetos decorativos— y las patas. Los precios varían según la ubicación, me dijo Llanos: en una vereda en Putumayo, la piel la pueden comprar por aproximadamente $500.000; en Puerto Leguízamo o Florencia, esa misma piel se vende en $2 millones; y en Bogotá por lo menos en $3 millones; un colmillo se vende en $50.000 en las veredas y en $100.000 en los cascos urbanos; los cráneos cuestan entre $30.000 y $50.000 en el punto más alejado de la cadena, y las patas entre $5.000 y $10.000. Todas estas partes se venden para consumo interno, me dijo Llanos. En sus recorridos, no había escuchado de compradores extranjeros que no fueran turistas ni de una red de tráfico internacional.
Según la Unidad Investigativa de Delitos Ambientales de la Policía Nacional, en los últimos seis o siete años, el tráfico ilegal de fauna en el país ha evolucionado de forma considerable. Antes, turistas y viajeros que viajaban a la costa, por ejemplo, compraban de manera impulsiva tortugas hicoteas (“Trachemys scripta”) y otros animales que luego llevaban de regreso a sus lugares de origen, me dijo un investigador. Hoy, hay grupos criminales debidamente estructurados que se encargan de cazar, enfriar o preparar al animal para el viaje que le espera, y distribuir la fauna hacia Bogotá, Medellín y Cali, principalmente.
El 90 % del tráfico se mueve mediante el transporte público, de acuerdo con la Policía. Loras, canarios y otras aves son enrolladas en tubos de PVC durante las 12 o 13 horas que pueden tardar los recorridos hacia el interior, pequeñas ranas son enviadas en paquetes por transportadoras, y lagartijas coloridas son escondidas en botellas. Gran parte del comercio se mueve por redes sociales como Instagram, de acuerdo con el investigador, y se ha identificado un tráfico de tortugas matamata (“Chelus fimbriata”) hacia Estados Unidos y Hong Kong, donde las usan como ornamentos en los acuarios.
Una noche a finales de 2022, en Córdoba, un grupo de policías rodeó una casa previamente señalada por un agente encubierto de la Dirección de Investigación Criminal e Interpol (DIJIN). En la casa, que servía como centro de acopio y lugar de enfriamiento de fauna, vivía una familia que por generaciones se ha dedicado a capturar y vender animales de las selvas cercanas. Durante el operativo, la Policía incautó centenares de aves, micos titís (uno de ellos había perdido un ojo por maltrato) y un jaguar joven al que alimentaban con las aves que se morían y al que mantenían drogado.
El precio del felino dependía del comprador potencial, de acuerdo con la Unidad Investigativa de Delitos Ambientales. Al igual que los otros animales, lo ofrecían en la vía hacia Montería en un punto donde los autos debían bajar la velocidad por policías acostados. Según el investigador, en la zona de Córdoba y los Montes de María se ofrecen de manera relativamente común jaguares y tigrillos, cuyos precios vivos pueden llegar a las decenas de millones de pesos. Cuando no logran venderlos, los matan y los comercializan por partes.
Entre 2021 y 2023, la Policía decomisó 457 pieles de animales, incluidas dos de babilla (“Caiman crocodilus”), una de cusumbo (“Nasua narica” o “Nasua nasua”) y una de oso andino (“Tremarctos ornatus”). Por la manera en que se registran los decomisos, no es posible saber cuántas de estas pieles pertenecían a jaguares u otros felinos. Tampoco hay información sobre decomisos de garras o colmillos. En cuanto a animales vivos, en 2022, la Policía incautó 15 jaguares, una cifra considerable, sobre todo si se tienen en cuenta los datos que había recopilado la Embajada estadounidense.
Las autoridades colombianas tienen recursos para combatir estos crímenes, pero siempre vendrían bien más, especialmente si se considera que el tráfico ilegal de especies mueve cerca de US$280.000 millones al año, lo que lo hace el tercer delito más lucrativo del mundo después del tráfico de drogas y la falsificación, de acuerdo con Interpol. En 2016, la Policía entrenó a 16 perros para detectar el tráfico ilegal de fauna en aeropuertos y terminales de transporte del país. El programa ha sido reconocido por ONG como WCS, tanto así que en 2021 autoridades de 15 países visitaron Colombia para conocerlo; pero solo quedan cuatro perros activos.
También se necesita la colaboración de otras ramas para evitar que el mercado actual se expanda y alcance los niveles de otros países. En el operativo en Córdoba, algunas de las personas detenidas ya habían sido capturadas varias veces por aprovechamiento ilícito de recursos naturales, tráfico de fauna, maltrato animal u otros delitos relacionados. Evitaron o salieron rápidamente de la cárcel en cada ocasión, pues los jueces no suelen tomar demasiado en serio los crímenes ambientales, algo que ocurre en Latinoamérica y casi todo el mundo. El problema es que, para muchas de estas personas, dijo el investigador, la selva se convierte en un cajero automático. Y no es que el Estado les ofrezca muchas opciones.
Hoy, en Surinam, el tráfico de partes de jaguar depende en gran medida de cazadores ocasionales que abastecen a mafias y grupos criminales. En algunos casos, hay compradores que le encargan directamente a los cazadores que les consigan un número determinado de jaguares. En otros, las personas matan a los jaguares en retaliación o simplemente al verlos, pues saben que hay un mercado o una oportunidad de sacar dinero. Colombia aún está a tiempo de evitar que esto suceda, me dijo Andrea Crosta, director de Earth League International, pero es necesario que el país sea consciente del problema.
*Este reportaje se hizo con el apoyo del Amazon Rainforest Journalism Fund, del Centro Pulitzer.
Fuente: EL ESPECTADOR